En el año 1759, Adam Smith publicó el libro La Teoría de los Sentimientos Morales, una ambiciosa obra que buscaba mostrar el orden existente en los afectos, emociones, pasiones y sentimientos que los seres humanos experimentamos y la forma en que estos conducen a la apreciación moral de los actos que realizamos. Se trata de una lectura fascinante que sigue vigente y rindiendo frutos hasta el día de hoy.
La base de estudio de este tratado es el reconocimiento del otro como un semejante, capaz de sentir como siente uno mismo, que padece sufrimientos y disfruta alegrías por motivos similares a los propios. Por esta semejanza y alteridad, somos capaces de sentir simpatía por sus afecciones, alegrándonos con lo que le alegra y entristeciéndonos por lo que lo hace sufrir. Las pasiones por las que actúa se aprecian como adecuadas o impropias en correspondencia con lo que las causa, de acuerdo con lo que apreciamos sería nuestra propia respuesta ante iguales circunstancias. Esta apreciación solo es posible si consideramos al otro un igual, un alter.
El filósofo escocés también explica cómo se desarrolla esta capacidad de simpatizar. Smith describe un auténtico proceso de educación, mediante el cual vamos aprendiendo a reconocer lo que merece elogio y lo que se debe considerar digno de castigo. Nos vemos en el espejo de quienes nos rodean, en cuyas reacciones a nuestros actos buscamos signos de beneplácito o desaprobación.
En un pasaje especialmente ilustrativo, imagina a una persona creciendo aislada: “sin comunicación alguna con otros de su especie, le sería imposible pensar en su propia personalidad, en la corrección o demérito de sus sentimientos y su conducta (…) Pero al entrar en sociedad, inmediatamente es provisto del espejo que antes le faltaba. (…) allí es donde contempla por primera vez la propiedad o impropiedad de sus propias pasiones, la hermosura o fealdad de su mente.” (Parte III, capítulo 1).
Conforme la persona va captando esas respuestas de aprobación y desaprobación, también forma su propio criterio, hasta el punto en que puede acudir a sí mismo para calificar sus pasiones y comportamientos: “empezamos a examinar nuestras pasiones y conducta y a analizar cómo aparecerán éstas a sus ojos, pensando cómo las juzgaríamos nosotros en ellos.” Entonces presenta una idea central en su trabajo, la del espectador imparcial, el habitante del pecho, el hombre interior, al que acudimos para obtener un veredicto personal: “Cuando abordo el examen de mi propia conducta, cuando pretendo dictar una sentencia sobre ella, y aprobarla o condenarla, es evidente que en todos esos casos yo me desdoblo en dos personas, por así decirlo; y el yo que examina y juzga representa una personalidad diferente del otro yo, el sujeto cuya conducta es examinada y enjuiciada. El primero es el espectador, cuyos sentimientos con relación a mi conducta procuro asumir al ponerme en su lugar y pensar en cómo la evaluaría yo desde ese particular punto de vista. El segundo es el agente, la persona que con propiedad designo como yo mismo, y sobre cuyo proceder trato de formarme una opinión como si fuese un espectador.” (Parte III, capítulo 1).
De los demás aprendemos a juzgar las pasiones y la conducta, formando un criterio que instruye a nuestro espectador imparcial. Se trata del sentido moral, que necesita formarse y ejercitarse precisamente mediante esas interacciones con otros seres humanos.
Por ello es crucial el entorno social en el que nos movemos y aún más, las figuras que son referentes de conducta y de criterio para valorar los sentimientos y las acciones en ese círculo. Por decirlo de alguna manera, ellos nos educan, forman y guían nuestra sensibilidad hasta que el espectador imparcial está completo y es capaz de emitir sus propias opiniones con solidez.
No cabe duda de que en el ambiente universitario ese papel lo juegan especialmente profesores y compañeros de aula. Sus valoraciones y críticas nos conducen a apreciar especialmente cualidades como la belleza y armonía de formas, en arquitectura; la eficiencia en los procesos, en ingeniería; la innovación y la solución de necesidades, en emprendimiento; la disciplina y exactitud en los registros, en auditoría; lo saludable y adecuado de la alimentación, en nutrición; y otras sensibilidades particulares de cada especialidad que sería muy largo listar.
Al mismo tiempo que adquirimos esa sensibilidad particular que podríamos asociar con la técnica propia de cada carrera, también aprendemos a valorar comportamientos que son dignos de calificarse como maduros, profesionales, cooperativos, constructivos, éticos y cívicos. No es algo que pueda simplemente tomarse de un libro o de una conferencia, pues requiere de ingredientes que provienen de la conducta y valores de quienes nos rodean. Adam Smith se muestra confiado respecto al poder de este proceso: “no hay persona a la que mediante la disciplina, la educación y el ejemplo no se le pueda inculcar un respeto a las reglas generales de forma tal que actúe en toda circunstancia con una aceptable decencia y que evite durante toda su vida cualquier grado considerable de reproche.” (Parte III, capítulo 5).
Si lo consideramos detenidamente, puede que esta educación de la sensibilidad sea de hecho más importante y trascendente que la adquisición de conocimientos teóricos. La Teoría de los Sentimientos Morales es por ello de valor y vigencia permanentes.
Leonel Morales
Profesor
Facultad Ciencias Económicas